Esconde el Bierzo rincones de una intimidad niña, frágil y sobrecogedora, donde el verso aquel de la soledad sonora y de la música callada no necesitan explicarse. Callada, sí, pero bien templada y poblada de acordes que se oyen con el corazón. Bien mirado, tan hecho de campo y de peñas, el Bierzo se hizo para leerlo con los pies como canta Quintín Cabrera. Hoy, con el paso corto y firme que obligan los años, andamos la vereda del arroyo de La Silva; lo que antaño fue un camino principal hoy apenas se distingue entre una confusión de pistas y autovías.
Según parece, el puerto de Manzanal era más llevadero para los peregrinos que el de Irago y por eso algunos elegían esta senda a fin de continuar su ruta jacobea. Con todo, las asperezas del monte, los rigores del clima y la amenaza de los salteadores impulsaron a los caballeros del Hospital a la creación de un cenobio en el que socorrer a los viajeros. Como emplazamiento eligieron un breve ensanche del valle junto a lo que debió ser una antigua calzada romana, identificada como la via nova y testimoniada por dos miliarios que se emplearon en la edificación de la iglesia.
Algunos historiadores sitúan en el mismo paraje un monasterio anterior, tal vez dedicado a San Martín, que con los años pudo ser remozado y sustituido por el de San Juan, del que se conservan inequívocos testimonios y vestigios. Y es que la riqueza de la orden hospitalaria permitió la construcción de un magnífico edificio románico con capiteles figurados, modillones de variada factura y cenefas con taqueado jaqués.
San Juan de Montealegre, o de La Silva, conservó su importancia y sus privilegios hasta la desamortización de Mendizábal; luego se mantuvo como parroquia y acabó abandonado con el desarrollo de la minería y el cambio de la estructura económica de la zona.
Cuando Manuel Gómez Moreno elaboró el Catálogo Monumental de España, entre 1906 y 1908, aún estaba en pie el edificio y el interior conservaba pinturas de una antigüedad evidente.
Hoy subsisten sus restos protegidos o aprisionados, según se mire, por una malla metálica que da testimonio, por fin, de la llegada de la civilización a este rincón olvidado de la mano del progreso.
Si la obra se mantuvo al menos desde principios del siglo XIII hasta bien entrado el XX, qué hicimos los hombres para acabar con ese monumento a la memoria. Fácil es responder recordando la miseria, la rapiña y el desprecio por la cultura características de la población forzadamente inculta que habitó nuestro país hasta no hace tanto años.
Quién puede indignarse porque algunos desmontasen los mejores sillares y las piedras mejor labradas para venderlas por cuatro perras, cuando estas aldeas serranas nunca pasaron de la humilde pobreza y nadie les enseñó a cuidar lo que ahora queremos reclamarles.
Desde nuestros cómodos hogares fingimos rasgarnos las vestiduras y nos exasperamos en la tertulia del café ante tamaños atropellos del patrimonio histórico patrio. ¡Qué fácil es hacerlo y qué mezquinos somos! De día en día nuestros ojos presencian mayores atentados en pro de la modernización y el saneamiento y a la mayoría nos parecen de lo más convenientes.
Ante esta circunstancia en apariencia incomprensible dentro de nuestra supuesta civilización, un buen amigo me alecciona siempre con las palabras de Ferlosio: “Vendrán más años malos y nos harán más ciegos”.
Nada más hay que decir sino guardar silencio.
Texto: J. Montes
Fotografía: Antonio Juárez